Este jueves, Antonio Beteta, secretario de Estado de Administraciones Públicas, desataba la polémica cuando aseguraba que los funcionarios debían empezar a olvidarse "del cafelito y de leer el periódico" y ser más productivos. Inmediatamente se sucedieron las reacciones y los foros de internet se llenaron de defensores y detractores de los empleados públicos (con ventaja para estos últimos en muchas ocasiones).
Llama la atención que ésta sea la imagen que se tiene del funcionario público en España. Imaginemos (por poner un ejemplo) a un joven de 23 años que, tras acabar la carrera de Derecho con unas grandes notas, decide hacer la oposición de Inspector de Hacienda o Abogado del Estado. Probablemente, tarde 4 ó 5 años en aprobar los exámenes y, cuando lo haga, lo habrá hecho en dura pugna con varios miles de competidores. ¿Cómo puede ser que tenga tan mala prensa un cuerpo formado por gente que es capaz de sacrificar varios años de su mejor juventud en una tarea tan ingrata y dura como estudiar unas oposiciones? ¿Qué ocurre: que ese inspector de Hacienda, trabajador e industrioso durante la carrera y la oposición, se convierte por arte de magia en un vago según aprueba los exámenes?
Aunque hay una parte del sueldo de los funcionarios que se fija en función de un concepto denominado "productividad", lo cierto es que esto es un brindis al sol. Los sindicatos presionaron desde el principio para que este tipo de complementos fueran iguales (o muy parecidos) para todos los trabajadores de la misma escala o nivel. Por eso, la realidad que se ha impuesto es que tanto los vagos como los cumplidores acaban cobrando casi lo mismo.
Esta estructura salarial se complementa con un régimen disciplinario prácticamente inexistente. La razón por la que no se puede despedir a un funcionario es para defenderlo del capricho de los políticos. Si fuese posible echar a un trabajador público, entonces la administración no sería neutral (como en teoría debería ser), sino que estaría en manos del gobierno de turno.
El problema es que este sistema, que tiene una lógica para salvaguardar la figura del empleado público y su servicio al ciudadano, se ha pervertido. Un alto funcionario de la administración central, con varios trabajadores a su cargo, lo define así: "No puedo subir sueldos, ni bajarlos, ni echar a nadie, ni siquiera puedo abrir un expediente sancionador. ¿Qué armas tengo de gestión de personal?". Este funcionario de nivel 30 reconoce que la gran mayoría de sus subordinados son "grandes trabajadores y cumplidores más allá de sus obligaciones". Son una ínfima minoría los que pueden asociarse con el tópico del funcionario que llega tarde y pasa de todo. Pero el sistema es "tan garantista" que "para echar a un funcionario tiene que matar a su jefe... y con testigos".
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